Una voz; Tercer Domingo de Adviento
Por: Mons. Enrique Diaz, Obispo de la Diócesis de Irapuato | Fuente: Catholic.net
Lecturas
Isaías 61, 1-2. 10-11: “Me ha enviado para anunciar Buena Nueva a los pobres”
Salmo Responsorial Lc 1: “Mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador”
I Tesalonicenses 5, 16-24: “El que los ha llamado es fiel y cumplirá su palabra”
San Juan 1, 6-8. 19-28: “Juan vino como testigo para dar testimonio de la luz”
Una voz… una voz que despierta… una voz que inquieta… una voz que proclama… una voz que no debe ser ignorada… una voz que anuncia salvación… Una voz que resuena fuerte en nuestros días, que cimbra nuestras mediocridades y que nos despierta de nuestras somnolencias. Una voz en el desierto…
Este tercer domingo de Adviento nos presenta a Juan Bautista como el “testigo de la luz” que recoge las palabras de esperanza y júbilo anunciadas por Isaías y después confirmadas como una realidad en el salmo que proclamamos. En las orillas del río Jordán se respira entusiasmo y novedad porque el Mesías Salvador llega, se hace ya presente. El que tenía que venir ya está aquí. Hay que descubrir las señales e indicadores de su presencia. La luz todo lo transforma, la luz todo lo ilumina, aunque las cosas sigan estando donde mismo, aunque parezcan los problemas seguir latentes, bajo la luz todo es diferente. Y Juan se nos presenta este día como testigo de la luz. Sorprende a sus oyentes que bajan desorientados hacia el Jordán. Sus palabras son novedosas y hasta sacerdotes y levitas se interesan en lo que dice, envían emisarios para despejar sus dudas y temores.
Es muy importante la primer pregunta que le hacen a este testigo: “¿Quién eres tú?”, porque es fundamental saber quiénes somos en realidad y cuál es nuestra misión en este mundo. Aunque quizás rara vez nos planteamos esta cuestión en profundidad. Vivimos más preocupados por lo que tenemos o dejamos de tener que por lo que somos. Se vive más de apariencias que de realidad. A Juan Bautista no le interesan las apariencias. Las primeras preguntas de los entrevistadores quieren encuadrarle y hasta ponerle etiquetas que a cualquier israelita hubieran llenado de sano orgullo. Pero él responde con un rotundo “no”, no quiere honores ni atribuirse falsas identidades. No es el Mesías, no es Elías, no es el profeta. Su gozo y su figura no nacen de su posición privilegiada, sino porque ya llega El que va a llevar a plenitud el Reino. Sus “no”, repetidos y rotundos son proféticos en un mundo como el nuestro que valora tanto la realización personal, el proyecto propio y la autosuficiencia. Podría haber dicho de sí que era el mayor de los profetas, incluso el más grande de los nacidos de mujer. Podría haber dicho que era otro Elías, que tenía su espíritu. Podría haber dicho que su nombre era Juan… Pero él “solamente” era testigo… era sólo una voz.
Nada hay más volátil y efímero que la voz, en un momento suena y un segundo después se pierde su sonido. Sin embargo no hay nada más valioso que una palabra. La palabra comunica, da vida, enriquece, conforta y alienta. La palabra descubre la verdad o la mentira, la palabra construye o destruye. Pero Juan no es una voz cualquiera. Un testigo no es una voz que se adormece o que tiembla ante el mal. Es una voz que grita, que se hace oír, que llama la atención incluso a las autoridades de Jerusalén que tienen que enviar emisarios a indagar qué está diciendo esa voz y de quién es esa voz. Una voz que se rebela ante la injusticia y que grita en medio de la indiferencia para anunciar al que está por venir. Una voz a la que no le importa ahogarse en el desierto porque está proclamando su verdad y no está al pendiente de quién la escucha o quién la critica para amoldarse a su auditorio. Es un grito desgarrador y realista que se enfrenta a un ambiente sordo, opaco e indiferente. Es una voz valiente y sincera que se convierte en portavoz de los que están perdiendo la esperanza, de los que no tienen ilusión. Una voz que nos señala a Quien es el más importante y el único valioso y nos indica las condiciones necesarias para recibirlo. “Enderecen el camino porque llega alguien más grande que yo”.
Hoy se necesitan testigos. Testigos de la verdad, de la luz, de la justicia, de la solidaridad, de la paz, de la alegría, del Evangelio, de Cristo, de Dios. Testigos firmes que no se doblen ante las dificultades o ante las promesas y los halagos. Testigos creíbles y responsables que hablen más con sus obras que con sus palabras. Testigos que sean una voz que anuncia buena nueva en medio de tantas falsedades. Testigos de la luz en medio de tanta oscuridad que nos ahoga y desanima. Testigos de Cristo. Juan es testigo y nos enseña a ser testigos, coherentes, claros y valientes. Ante las incriminaciones sobre la razón de su bautismo, Juan añade nuevas aclaraciones sobre su persona y su misión: el bautismo de agua es un bautismo purificador, si se quiere externo, pero quien vendrá traerá un bautismo que purificará a todo el ser humano y ante el cual el bautismo de Juan es sólo anticipo.
Ante la figura de Juan en este tiempo de Adviento, me saltan mil preguntas sobre mi propia persona y sobre nuestra Iglesia: ¿Quién soy y qué digo de mí mismo? ¿En dónde pongo mis valores? ¿De quién soy testigo y qué estoy proclamando? Es Adviento tiempo de anunciar a Jesús. ¿Cómo lo estoy haciendo? ¿Dónde lo proclamo?
Padre Bueno, mira al pueblo que entre tantas voces y tanto ruido ha perdido la esperanza, concédele descubrir en su dolor y miseria, la luz verdadera de la cual Juan Bautista es testigo y así celebrar el gran misterio de la Navidad con un corazón nuevo y una inmensa alegría. Amén.
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