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La car­ne en el asa­dor



No, no pien­so ha­blar de la abs­ti­nen­cia de co­mer car­ne que ha­ce­mos los ca­tó­li­cos los vier­nes de cua­res­ma y que cada vez me­nos per­so­nas lo com­pren­den y mu­chas más pa­san por alto. Y la cues­tión es que no deja de ser un sím­bo­lo de uni­dad, un es­fuer­zo co­mún que nos re­cuer­da que es­ta­mos en la mis­ma bar­ca, que nos con­vo­ca a una ac­ción co­mu­ni­ta­ria, una vo­lun­tad casi anó­ni­ma, pero de to­dos, de fa­mi­lia. Es cues­tión de tras­cen­der.

A ve­ces, cuan­do me pre­gun­tan por la abs­ti­nen­cia en cua­res­ma y me di­cen que es una bo­ba­da sin sen­ti­do, yo digo: la mis­ma bo­ba­da y sin sen­ti­do que co­mer­nos una tar­ta de cum­plea­ños y so­plar unas ve­las. ¿Por qué te­ne­mos que co­mer dul­ce para fes­te­jar algo, o be­ber cham­pán (per­dón, vino es­pu­mo­so) en las fies­tas o en los triun­fos? Pues por lo mis­mo que nos pri­va­mos de car­ne, para ha­cer me­mo­ria y re­cor­dar que es­ta­mos en cua­res­ma. Tan­to uno como otro es un acuer­do, una con­ven­ción. Y la ton­te­ría de siem­pre: ¿y si me pon­go mo­ra­do de ma­ris­co? Vale. Ya lo he di­cho an­tes, la ton­te­ría de siem­pre.

El pro­ble­ma fun­da­men­tal es que no hay sen­ti­do de per­te­nen­cia, que está siem­pre he­cho de pe­que­ñas co­sas y de fi­nos de­ta­lles, como el ca­ri­ño y la ter­nu­ra, y nos va­mos des­li­zan­do, cada vez más, ha­cia una fe in­di­vi­dua­lis­ta y he­cha a la me­di­da, ol­vi­dan­do que la fe nace de un diá­lo­go en­tre Dios y cada per­so­na y con todo un pue­blo. Yo soy ca­tó­li­co, sí cla­ro, por­que es­toy bau­ti­za­do, pero me cues­ta co­nec­tar con los otros, los que per­te­ne­ce­mos a la mis­ma co­mu­ni­dad de cre­yen­tes. Es de­cir, ten­go una fe so­cio­ló­gi­ca, por eso al fi­nal me caso por la Igle­sia, bau­ti­zo a mis hi­jos, les lle­vo a “ha­cer” la pri­me­ra co­mu­nión y fi­nal­men­te me lle­van (pies por de­lan­te) a ce­le­brar mis exe­quias. Pero, mi gra­do de im­pli­ca­ción, de con­cien­cia de per­te­nen­cia es casi nulo.

Pero, en con­cre­to, ¿qué es lo que me se­pa­ra de los de­más? Se­gu­ro que cada uno, se­gún sus vi­ven­cias o sus cam­pos de in­fluen­cia, des­cu­bre dis­tin­tas ra­zo­nes. Pero la pri­me­ra y fun­da­men­tas es que no hay ni de­seos, ni es­fuer­zos, ni bús­que­da de co­mu­nión. Je­sús, el Se­ñor en quien cree­mos, nos dijo: “Bus­cad pri­me­ro el reino de Dios y su jus­ti­cia y lo de­más se os dará por aña­di­du­ra” (Mt 6,35) este ver­sícu­lo es el eje so­bre el que pi­vo­ta el lla­ma­do dis­cur­so evan­gé­li­co que re­co­rre el ca­pí­tu­lo 5, 6 y 7 de San Ma­teo, que co­mien­za con las bie­na­ven­tu­ran­zas y ter­mi­na con la casa so­bre roca. Pues bien, da la sen­sa­ción que nos pe­lea­mos, re­ñi­mos, nos en­fren­ta­mos y lle­ga­mos a ha­blar mal unos de otros por las aña­di­du­ras. Y esto creo que es fal­ta de hu­mil­dad y de tras­cen­den­cia.

Otras ve­ces, tam­bién en la so­cie­dad, hay ver­da­de­ra en­fer­me­dad, o de­seos de es­no­bis­mo, por po­ner todo en cues­tión, por des­truir, por cam­biar todo. Bueno, esto da mu­cho para ha­blar. La tra­di­ción y las cos­tum­bres, que tie­nen su peso, se ob­vian o se des­pre­cian, sin ha­ber­nos pa­ra­do a bus­car su fun­da­men­to, es de­cir, su ra­zón de ser. Sí que es ver­dad que, en este es­fuer­zo de dis­cer­ni­mien­to, o in­ten­to de pro­fun­di­za­ción, es cuan­do po­de­mos des­cu­brir que hay mu­chas co­sas que hay que cam­biar, pero por otras que den res­pues­tas, no por nada.

En el dis­cur­so arri­ba men­cio­na­do hay una se­rie de pau­tas que son una ver­da­de­ra joya y que tras­cien­den to­das nues­tras aña­di­du­ras por las que lu­cha­mos e in­clu­so nos se­pa­ra­mos: re­la­cio­nes fra­ter­nas, amor a to­dos, las pa­la­bras ve­ra­ces, lu­cha con­tra el mal, las bue­nas obras, sin­ce­ri­dad de vida, huir de las fal­sas preo­cu­pa­cio­nes, bus­car lo esen­cial, no juz­gar, te­ner con­fian­za… Es el mo­men­to de po­ner nues­tra car­ne en el asa­dor por cons­truir jun­tos y ca­mi­nar uni­dos, por­que esta es la úni­ca con­ver­sión del co­ra­zón .

¡Ánimo y ade­lan­te!

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